Por Alberto Servat
Algo sucede en el consultorio del Dr. Givings, la llamada “otra habitación” para distinguirla de la sala de su propia residencia. Allí, el médico intenta curar o por lo menos aliviar una serie de casos de histeria con una terapia audaz y que ejecuta con absoluta convicción. Sus pacientes se adecúan a ella y en cierta forma se vuelven adictos al sistema empleado. Pero es justamente esa manera de curar, a puerta cerrada y en su propia casa, la que despierta la inquietud de su ingenua esposa, Catherine.
Sarah Ruhl plantea de esta forma una comedia que fue bien recibida en Broadway, durante la temporada 2009-10, nominada en varias categorías al premio Tony (incluyendo a la Mejor Obra) e incluso seleccionada para el premio Pulitzer. Lo que me parece un tanto exagerado.
Es cierto que Sarah Ruhl ha demostrado en esta y en otras creaciones suyas tener ingenio. Es una observadora aguda de la conducta humana, sobre todo en aquellas situaciones aparentemente cotidianas pero que encierran grandes dilemas. “En la otra habitación” consigue a través de la anécdota principal un contundente retrato de la sociedad estadounidense en plena Era Victoriana. En una época en la que no solamente el hombre se transformaba con nuevas disciplinas médicas, incluyendo el tratamiento del alma, sino cuando el mundo mismo vivía los grandes cambios que el mundo industrial trajo. La electricidad, por ejemplo, juega un papel muy importante en la vida de los Givings y de quienes lo rodean. Esto, sumado al novedoso método de curación del doctor, que supone el uso de un consolador en las zonas genitales, consigue un buen núcleo para el enfoque dramático.
Pero eso es todo. La obra tiene una estructura que más allá del ingenio de la anécdota principal no deja de sorprenderme por su planteamiento tan primario. Los personajes entran y salen en escena sin orden ni motivaciones aparentes. De pronto, el único pretexto que señala el libreto, es el olvido de alguna prenda de vestir. Es la única excusa para volver a los momentos de confusión. Y si la llegada de la luz eléctrica al hogar americano así como el ingenuo tratamiento de la histeria son perfectos para situarnos en la época en que se desarrolla la obra, otros elementos de la misma no tienen nada de rigurosos en su presentación. Por ejemplo, el hecho que una mujer casada salga de paseo al jardín con un hombre que acaba de conocer, es absolutamente inapropiado para una época regida por las más estrictas normas de comportamiento social. El papel de los negros como sirvientes tampoco es claro, como nos deja ver el personaje de Elizabeth. Es el ama de llaves de los Daldry o el ama de leche de los Givings? Es la modelo de un pintor o el ama de casa a quien su marido le impide trabajar? Tal vez es todo esto y hasta mucho más. Pero la obra no es clara al señalar la transición de una situación a otra y el resultado es que Elizabeth nunca aterriza del todo.
Sin duda el primer acto es mucho más logrado debido a que presenta, desarrolla y cierra muy bien el universo que plantea. Pero el segundo acto avanza confuso, sin contundencia, tratando de explorar en muchos otros temas y sin lograr convencernos de sus ideas iniciales. Lo que es peor, no nos lleva a una conclusión satisfactoria sobre el cuadro social que aborda. Al final simplemente nos lleva a una lección de amor para aquellas parejas de casados que han olvidado la pasión como la clave para el éxito de su unión.
En el teatro Larco
Este no es el primer encuentro del director David Carrillo con una obra de Sarah Ruhl. El año pasado pudimos ver “El celular de un hombre muerto”, una pieza teatral provocativa aunque plagada de problemas en su estructura.
En esta ocasión aborda con mucho más cuidado a la autora estadounidense, centrándose en la anécdota principal que propone la obra. Y ese es el mayor logro de su apuesta. Porque a medida que la misma obra se va debilitando, Carrillo poco puede hacer por rescatarla. Tal vez por ello el segundo acto es caótico, debido al desorden en los tiempos y a la poca convicción en el desarrollo emocional de las situaciones. Los cambios de humor son abruptos, sin esa sutileza que bien podría aplicarse en una obra de época. De pronto, los personajes y las acciones invaden la escena casi sin que el espectador pueda darse cuenta que ha pasado el tiempo y que los personajes han cambiado.
Gran parte de los aciertos, sobre todo en el primer acto, se debe al desempeño de algunos de los actores. Hay que señalar que la principal virtud de Carrillo, en esta oportunidad, ha sido la de capitalizar las características personales y condiciones profesionales de sus dos intérpretes principales: Leonardo Torres Vilar y Vanessa Saba. El primero asume la identidad del Dr. Givings con buena disposición. Siempre lo he dicho, es un buen actor aunque a veces demasiado consciente de sí mismo. Y el Dr. Givings es así. Controlado, hermético, excesivamente formal. De manera que la rigurosa interpretación de Torres Vilar cumple con todo ello sin convertir a su personaje en un ser deshumanizado o antipático. Al contrario, nos presenta a un médico que cree firmemente en sus procedimientos y que también es capaz de despertar emocionalmente en la última escena de la obra (aunque el texto es demasiado artificial).
Por su parte, Vanessa Saba también consigue aproximarse a Catherine Givings con buen pie. Es indiscreta, traviesa y muy femenina. Vive encerrada en un mundo de encaje y sin saberlo quiere romper con todo ello. Pero no es la Nora de Ibsen, de manera que opta por disfrutar del encierro y eso aligera su personalidad dramática, entrando de fondo en el terreno de la comedia de costumbres.
Norma Martínez y Grapa consiguen buenos resultados en sus interpretaciones, aunque no integradas del todo al tono de la dirección. Y es que por momentos me cuesta encontrar la marca de un director que esté en control del montaje más allá de un acercamiento amable, lo que arrastra al resto del reparto por el camino que marca un texto que pierde contundencia a medida que se va desarrollando.
“En la otra habitación” (In the Next Room or The Vibrator Play), de Sarah Ruhl. Dirigida por David Carrillo. Traducción de Gonzalo Rodríguez Risco. Producción general de David Carrillo y Giovanni Ciccia. Intérpretes: Vanessa Saba, Leonardo Torres Vilar, Norma Martínez, Grapa, Claudio Calmet, Malena Romero y Nicolás Fantinato. Asociación Cultural Plan 9. Teatro Larco, hasta el 12 de diciembre.