viernes, 18 de noviembre de 2011

En la otra habitación (o la obra del Vibrador), de Sarah Ruhl

Por Alberto Servat

Algo sucede en el consultorio del Dr. Givings, la llamada “otra habitación” para distinguirla de la sala de su propia residencia. Allí, el médico intenta curar o por lo menos aliviar una serie de casos de histeria con una terapia audaz y que ejecuta con absoluta convicción. Sus pacientes se adecúan a ella y en cierta forma se vuelven adictos al sistema empleado. Pero es justamente esa manera de curar, a puerta cerrada y en su propia casa, la que despierta la inquietud de su ingenua esposa, Catherine.

Sarah Ruhl plantea de esta forma una comedia que fue bien recibida en Broadway, durante la temporada 2009-10, nominada en varias categorías al premio Tony (incluyendo a la Mejor Obra) e incluso seleccionada para el premio Pulitzer. Lo que me parece un tanto exagerado.

Es cierto que Sarah Ruhl ha demostrado en esta y en otras creaciones suyas tener ingenio. Es una observadora aguda de la conducta humana, sobre todo en aquellas situaciones aparentemente cotidianas pero que encierran grandes dilemas. “En la otra habitación” consigue a través de la anécdota principal un contundente retrato de la sociedad estadounidense en plena Era Victoriana. En una época en la que no solamente el hombre se transformaba con nuevas disciplinas médicas, incluyendo el tratamiento del alma, sino cuando el mundo mismo vivía los grandes cambios que el mundo industrial trajo. La electricidad, por ejemplo, juega un papel muy importante en la vida de los Givings y de quienes lo rodean. Esto, sumado al novedoso método de curación del doctor, que supone el uso de un consolador en las zonas genitales, consigue un buen núcleo para el enfoque dramático.

Pero eso es todo. La obra tiene una estructura que más allá del ingenio de la anécdota principal no deja de sorprenderme por su planteamiento tan primario. Los personajes entran y salen en escena sin orden ni motivaciones aparentes. De pronto, el único pretexto que señala el libreto, es el olvido de alguna prenda de vestir. Es la única excusa para volver a los momentos de confusión. Y si la llegada de la luz eléctrica al hogar americano así como el ingenuo tratamiento de la histeria son perfectos para situarnos en la época en que se desarrolla la obra, otros elementos de la misma no tienen nada de rigurosos en su presentación. Por ejemplo, el hecho que una mujer casada salga de paseo al jardín con un hombre que acaba de conocer, es absolutamente inapropiado para una época regida por las más estrictas normas de comportamiento social. El papel de los negros como sirvientes tampoco es claro, como nos deja ver el personaje de Elizabeth. Es el ama de llaves de los Daldry o el ama de leche de los Givings? Es la modelo de un pintor o el ama de casa a quien su marido le impide trabajar? Tal vez es todo esto y hasta mucho más. Pero la obra no es clara al señalar la transición de una situación a otra y el resultado es que Elizabeth nunca aterriza del todo.

Sin duda el primer acto es mucho más logrado debido a que presenta, desarrolla y cierra muy bien el universo que plantea. Pero el segundo acto avanza confuso, sin contundencia, tratando de explorar en muchos otros temas y sin lograr convencernos de sus ideas iniciales. Lo que es peor, no nos lleva a una conclusión satisfactoria sobre el cuadro social que aborda. Al final simplemente nos lleva a una lección de amor para aquellas parejas de casados que han olvidado la pasión como la clave para el éxito de su unión.

En el teatro Larco

Este no es el primer encuentro del director David Carrillo con una obra de Sarah Ruhl. El año pasado pudimos ver “El celular de un hombre muerto”, una pieza teatral provocativa aunque plagada de problemas en su estructura.

En esta ocasión aborda con mucho más cuidado a la autora estadounidense, centrándose en la anécdota principal que propone la obra. Y ese es el mayor logro de su apuesta. Porque a medida que la misma obra se va debilitando, Carrillo poco puede hacer por rescatarla. Tal vez por ello el segundo acto es caótico, debido al desorden en los tiempos y a la poca convicción en el desarrollo emocional de las situaciones. Los cambios de humor son abruptos, sin esa sutileza que bien podría aplicarse en una obra de época. De pronto, los personajes y las acciones invaden la escena casi sin que el espectador pueda darse cuenta que ha pasado el tiempo y que los personajes han cambiado.

Gran parte de los aciertos, sobre todo en el primer acto, se debe al desempeño de algunos de los actores. Hay que señalar que la principal virtud de Carrillo, en esta oportunidad, ha sido la de capitalizar las características personales y condiciones profesionales de sus dos intérpretes principales: Leonardo Torres Vilar y Vanessa Saba. El primero asume la identidad del Dr. Givings con buena disposición. Siempre lo he dicho, es un buen actor aunque a veces demasiado consciente de sí mismo. Y el Dr. Givings es así. Controlado, hermético, excesivamente formal. De manera que la rigurosa interpretación de Torres Vilar cumple con todo ello sin convertir a su personaje en un ser deshumanizado o antipático. Al contrario, nos presenta a un médico que cree firmemente en sus procedimientos y que también es capaz de despertar emocionalmente en la última escena de la obra (aunque el texto es demasiado artificial).

Por su parte, Vanessa Saba también consigue aproximarse a Catherine Givings con buen pie. Es indiscreta, traviesa y muy femenina. Vive encerrada en un mundo de encaje y sin saberlo quiere romper con todo ello. Pero no es la Nora de Ibsen, de manera que opta por disfrutar del encierro y eso aligera su personalidad dramática, entrando de fondo en el terreno de la comedia de costumbres.

Norma Martínez y Grapa consiguen buenos resultados en sus interpretaciones, aunque no integradas del todo al tono de la dirección. Y es que por momentos me cuesta encontrar la marca de un director que esté en control del montaje más allá de un acercamiento amable, lo que arrastra al resto del reparto por el camino que marca un texto que pierde contundencia a medida que se va desarrollando.

“En la otra habitación” (In the Next Room or The Vibrator Play), de Sarah Ruhl. Dirigida por David Carrillo. Traducción de Gonzalo Rodríguez Risco. Producción general de David Carrillo y Giovanni Ciccia. Intérpretes: Vanessa Saba, Leonardo Torres Vilar, Norma Martínez, Grapa, Claudio Calmet, Malena Romero y Nicolás Fantinato. Asociación Cultural Plan 9. Teatro Larco, hasta el 12 de diciembre.

jueves, 10 de noviembre de 2011

COSECHA, de David Wright Crawford

Por Alberto Servat

Desde hace unos años Francisco Lombardi explora en nuevas formas expresivas. No solamente lo ha demostrado con sus últimas películas -bastante alejadas estilísticamente de los títulos que lo hicieron famoso- sino también en su incursión en el teatro.
En esta nueva faceta, como director teatral, ha abordado diferentes obras del teatro clásico y contemporáneo, desde Chéjov hasta David Auburn, con diversos resultados. El punto en común, en cualquier caso, ha sido un tono desencantado pero no desesperanzado, siempre en control de las emociones pero no por ello inexpresivo. Reflexivo, muchas veces. Las mismas características rigen en “Cosecha”, su sexta puesta en escena.

La sexta obra
“Cosecha”, escrita por David Wright Crawford, forma parte de la llamada High Plains Trilogy. Una trilogía dramática centrada en la vida rural de Texas. Un texto conmovedor e introspectivo sobre Rick Childress, un hombre del campo que no quiere otro destino que el ya trazado por sus ancestros. Un hombre cuyo mayor sueño es permanecer donde nació.
Este apego rige su vida y somos testigos de ello a través de tres momentos claves en su existencia: la ruptura con su primera esposa, el amor de su vida; la aparición de una nueva mujer en el horizonte; y la decisión final que debe tomar, vender sus tierras y pasar al retiro, o permanecer allí hasta el momento de su muerto.
Dramáticamente la obra ofrece un material muy rico porque son muchas las notas emotivas que el texto aborda. Rick, en su aparente sencillez, es tan complejo como cualquier ser humano. Y sus apegos así como sus decisiones no solamente afectan su vida, sino también la de quienes lo rodean. Un aspecto determinante para el impacto que nos ofrece la obra. Y que Wright Crawford presenta con gran acierto en solo tres escenas, tan bien calculadas y dispuestas, que son suficientes para resumir toda una vida. Más que eso, para presentarnos toda una vida.
En estos tres momentos, el autor (bien entenido por Lombardi) ofrece un cuadro muy acabado sobre los aspectos más íntimos de su protagonista. Su relación con las mujeres, por ejemplo. Su tremenda agonía cuando su esposa decide abandonarlo; la invasión física y emocional en la segunda escena al ser abordado por una extraordinaria mujer que es, en realidad, su alma gemela; y, finalmente, su reencuentro con el amor de su vida, ya en la vejez y en el momento determinante del último capítulo de su vida.
A esto debemos sumar las tremendas emociones que la tierra en sí misma provoca en Rick. Su arraigo no es un capricho. Él se siente parte de sus cultivos, de los cambios climáticos, de las herramientas que lo ayudan en su trabajo diario. La literatura americana ha dejado testimonio de esta manera de ser y de pensar desde el siglo XIX y ese pensamiento ha sido reforzado por obras de teatro y películas posteriores. El mundo agrario y la vida rural, ya sea como una celebración o como un pequeño infierno, forma parte ya de un género en sí mismo. Hemigway, Faulkner, Steinbeck, incluso Margaret Mitchell, en la novela. Y, claro, O'Neill y Williams, en el drama, han creado obras inolvidables al respecto. “Cosecha” pertenece a este extraordinario capítulo del arte estadounidense y somos afortunados al descubrirla en este sencillo montaje a cargo de Lombardi.

Los retos del escenario
De entrada Lombardi pone al descubierto cual es su apuesta al abordar el mundo de Rick en “Cosecha”. Un escenario único, contados movimientos escénicos y un tono concentrado que casi no se altera, salvo en momentos de explosión justificados. Hay quienes reprochan la falta de movimiento. Error. La expresión dramática, verdaderamente emocional, no necesita de los actores continuamente caminando, tomando bebidas o fumando, para rellenar la acción. La inmovilidad, incluso la extrema y este no es el caso, también es una apuesta teatral.
El escenario elegido es perfecto. Me imagino que está descrito en la obra impresa. Pero la elección de las tablas, en este caso, propone un acertado espacio donde se desarrollará el drama: el porche (y no “terraza” como dice la traducción).
El porche es, y ha sido, un escenario tradicional en la dramaturgia americana y que hemos visto cientos de veces en westerns y dramas rurales. Para la gente de campo es el escenario que les permite estar en su casa y permanecer al aire libre. Una zona fronteriza que atraviezan para entrar y salir, invadir o fugar. Es también el espacio de recreo en primavera y verano, y el perfecto espacio para atender a las visitas. Y, así sucede en la obra, Rick vivirá estos tres momentos determinantes en su porche.
Me habría gustado una iluminación más dramática, que enfatizara mejor el cambio de hora, al compás de las emociones de los personajes. Pero la infraestructura de una sala como la de la Alianza Francesa al parecer no ofrece muchos recursos. No quiero referirme a la imaginación o capacidad del encargado de la iluminación, porque esto es entrar el terreno de las especulaciones. Lo que no sucede con el vestuario, que poco ayuda a Lombardi en su puesta en escena. La modestia del montaje y la naturaleza de la obra no justifican una elección tan anodina y primaria, que por momentos nos hace pensar que estamos presenciando un ensayo. No hay justificación para un descuido tal.

Un personaje con tres rostros
Para interpretar a Rick, Lombardi ha llamado a tres actores de diversas edades. En progresión cronológica son Diego Lombardi, Javier Echevarría y Gustavo Bueno los encargados de pintar de cuerpo entero a tan complejo personaje. Me temo que el resultado no es lo parejo que debería ser. Principalmente por la incapacidad de los dos primeros en abordar de manera satisfactoria al personaje. Diego Lombardi no logra introducirse más allá de la epidermis de Rick y su trabajo consiste en una serie de expresiones faciales innecesarias. No basta fruncir el ceño para expresar un malestar de algún tipo. Es necesario un control mayor sobre todo el cuerpo, incluyendo las inflexiones de voz, que siempre son una señal de alerta a lo que sucede dentro de un ser humano. Cuando lo vemos mirar el horizonte sabemos que su vista llega solo hasta el final de la sala donde se representa la obra. Un actor debe transmitir una verdad más allá de los articios que el escenario ofrezca. Y allí falla también un mecánico Javier Echevarría, que repite sus diálogos sin importar la emoción, el tiempo o la respuesta de su compañera. Sin contundencia ni aplomo, Echevarría confiere a Rick una dimensión poco elaborada y si en este momento debería ser un decepcionado hombre de gran carácter y poca paciencia, no lo parece. Es más, me da la impresión que desconcentra a Denise Arregui, cuyos intentos por componer un personaje encuentran un obstáculo en su interlocutor. Arregui se estrella contra una pared y solo a fuerza de personalidad escénica nos convence en su personaje.
Felizmente Rick adquiere vida en la tercera escena con un Gustavo Bueno que le da coherencia al personaje. Ahí tenemos a un actor capaz de persuadirnos de que sus recuerdos en escena son reales. Cuya mirada nos conduce hacia un horizonte real y, lo mejor de todo, capaz de darle la réplica oportuna a las actrices con quienes comparte la escena. Sobre todo a una Ana María Jordán que, en su breve participación, se pone en la piel de su personaje. Juntos componen un momento de gran honestidad y ternura.
“Cosecha” es una obra de gran belleza. Lombardi la pone en escena con seguridad y controlada emoción, lo que enfatiza el drama que narra. Nada, ni los desaciertos señalados, rompen esa atmósfera creada y sobre la que se sostiene la obra. Un buen trabajo.

Cosecha (Harvest), de David Wright Crawford. Dirigida por Francisco J. Lombardi. Interpretada por Gustavo Bueno, Ana María Jordán, Javier Echevarría, Denise Arregui, Diego Lombardi, Karina Jordán y Natalia Cárdenas. Teatro de la Alianza Francesa de Miraflores. De jueves a lunes a las 8 de la noche. Hasta el 12 de diciembre.
Entradas a la venta en teleticket de wong y metro y en la boletería del teatro.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La fiesta de cumpleaños, de Harold Pinter

Por Alberto Servat

Sucede con el teatro de Harold Pinter que una cosa es lo que vemos y otra lo que sucede sobre la escena. En primera instancia hay un grupo de personajes, hay también una trama y un desarrollo dramático. Pero esos elementos, comunes en cualquier obra de teatro, son en realidad destellos de un universo bastante más complejo e imposible de resumir con unas cuantas líneas argumentales. Tal vez por eso, las obras de Pinter fueron etiquetadas dentro del llamado “teatro del absurdo” desde sus primeras representaciones.


Una anticelebración

La controversia que siempre suscita una representaciónde “La fiesta de cumpleaños” no es reciente. Al contrario, comenzó en la noche de su estreno en el lejano 1958. Tras el desconcierto de los espectadores y la reacción de la prensa, la obra estuvo a punto de terminar con la carrera de dramaturgo de Pinter. Felizmente intervino en su ayuda el crítico Harold Bobson, cuya reseña aunque no garantizó la permanencia de la obra en la cartelera le dio el respaldo necesario para despertar el interés de espectadores más exigentes. Desde entonces, “La fiesta de cumpleaños” se ha representado alrededor del mundo en muchas oportunidades e incluso llegó al cine en 1968, bajo la dirección de William Friedkin.

En “La fiesta de cumpleaños” un pianista autodestructivo vive en una casa de pensión cerca al mar. Pasa sus días junto a sus caseros, a quienes difícilmente soporta, y a los que insulta constantemente. Esta es su vida cotidiana hasta que un buen día dos extraños aparecen.

Aquí llega el punto de quiebre. En la aparición de este elemento perturbador dentro de una rutina corrosiva e insalubre. Estos dos hombres, más sospechosos que misteriosos, amenazantes y sin duda peligrosos, se encargan de proponer la celebración del título, festejar el cumpleaños del pianista, desencadenando de esa manera a los demonios de la obra. Aquí comienzan los enfrentamientos frontales y la palabra, que ya era fuerte desde un incio, sube hacia un tono violento.

Lo fascinante en todo esto es la poca o nula información que Pinter nos ofrece sobre los personajes o sus historias previas a la obra. Al espectador corresponde la tarea de ir armando el esqueleto de la obra y de cada personaje, tomando elementos de aquí y de allá, de frases o palabras sueltas, e incluso de su propia imaginación. No hay una verdad absoluta en el teatro de Pinter y eso lo convierte justamente en un material único en sus posibilidades.

No es una buena idea acercarse a la obra a partir de la película de William Friedkin, aunque constituye un valioso elemento para un estudioso de Pinter y de su obra. No lo es porque como toda (o casi toda) película, abunda en explicaciones e incluso en detalles, como el escenario geográfico donde sucede la acción. Pero la película tiene un gran acierto: Robert Shaw en el papel estelar. A Shaw, que lo conocemos como hombre de acción principalmente, lo vemos sumergido en un personaje abrumado por su propia mediocridad o por lo que cree que es su mediocridad. Su fracaso está latente y basta contemplarlo en breves instantes para saber que sus sentimientos no son superficiales y que la violencia que descarga contra sus caseros no es más que el intento por exorcisarse a sí mismo.

La fiesta en la Plaza

La puesta en escena de Chela de Ferrari en el teatro La Plaza iSil de Larcomar es inquietante en la medida que la obra necesita serlo. De entrada, el cuidado escenario ya nos propone una realidad a punto de estallar en mil pedazos. Pero si el escenario despierta suspicacias, las emociones resultan más perturbadora en la medida que van apareciendo los personajes. De pronto, una situación cotidiana, como es desayunar, se convierte en un juego de amenazas y trampas emocionales. Son Alfonso Santisteban, en su correcta participación, y principalmente Ana Cecilia Natteri, quienes nos conducen hacia ese callejón sin salida que es la rutina y que parece despedazar las pocas esperanzas que el personaje de Paul Vega tiene en la vida.

Quiero detenerme en el trabajo de Ana Cecilia Natteri. Una sólida actriz que en esta oportunidad recurre a toda su experiencia previa y a su instinto como actriz y mujer para crear una Meg única. No dudo en señalar que probablemente sea este el mejor trabajo de Natteri porque a riesgo de convertirse en una caricatura, logra ser convincente en su ridiculez. No solo eso, sino que se acerca a la humanidad de su personaje (cosa que sería impensable en un intérprete cualquiera) tocando fibras desconcertantes. De esta manera, Natteri nos conmueve con su entrega y nos entusiasma con su energía.

La Meg de Ana Cecilia Natteri es sin duda el completemento ideal para el Stanley de Paul Vega, quien encuentra un nuevo papel a su medida. En perfecta complicidad con la directora, Vega compone un Stanley preciso en cada movimiento. Es duro en su trato a Meg, pero en cada uno de esos gestos de desprecio o frases de extrema brutalidad, revela a una persona sensible, ahogada en su propio fracaso y casi sin esperanza. Siempre lo he dicho, Paul Vega es de esos actores que expresa mucho más al permanecer en silencio, manteniendo el rostros sin expresión. Pero en esta ocasión el equilibrio entre esa cualidad y la explosión de cólera es casi perfecta. Y, claro, luego serán otras emociones como el miedo y también la casi aparición del amor, las que afirmen su compleja caracterización.

Donde no encuentro el tono adecuado es en la aparición y el desarrollo de los personajes de Goldberg y McCann, a cargo de Mario Velasquez y Rómulo Asereto, dos actores habitualmente correctos. No es que se trate de una mala interpretación por parte de ambos, es un asunto más bien de dirección. Si bien es cierto que De Ferrari siempre apuesta por un tono neutral en sus puestas en escena, dejando que la emoción explote por sí misma, en esta oportunidad esa apuesta debilita la presencia de dos personajes que deberían inspirar miedo con su aparición. Un miedo psicológico y abrumador, capaz de provocar una sensación de incomodidad física en los espectadores. No sucede así. Lo que no resta méritos a un montaje muy logrado pero que se habría beneficiado más acentuando esa maldad que queda simplemente subrayada. Al final, solamente los percibimos como un par de delincuentes de poca monta y no precisamente como el mal en sí mismo.

“La fiesta de cumpleaños” es una de las puestas en escena más satisfactorias del año. Una apuesta difícil que debemos agradecer a su principal gestora, Chela de Ferrari.

La fiesta de cumpleaños (The Birthday Party), de Harold Pinter. Dirigida por Chela de Ferrari. Con Paul Vega, Ana Cecilia Natteri, Mario Velásquez, Rómulo Asseretto, Alfonso Santisteban y Gisela Ponce de León. Teatro La Plaza iSil de Larcomar.

miércoles, 13 de julio de 2011

Entonces Alicia cayó" de Mariana de Althaus

ENTONCES ALICIA CAYÓ
Obra teatral de Mariana de Althaus


por Alberto Servat

Una habitación de hotel del hotel Wonderland. Una dramaturga intenta escribir una adaptación teatral de “Alicia en el país de las maravillas”. Para concentrarse en su trabajo se ha mudado allí, obligando a su hija adolescente a acompañarla.
Otra habitación en el mismo hotel. Un mujer a punto de cumplir los 41 años ha planificado una noche ardiente junto a su pareja. Su principal intención es embarazarse esa misma noche.
Una tercera habitación en el mismo hotel. Una pareja adulta, compuestra por un profesor de filosofía y una cantante de éxito, se enfrentan a la mayor crisis conyugal que les ha tocado vivir. Él se ha enamorado de una alumna, que además está embarazada, y ha decidido divorciarse.
Son las historias que componen el universo de “Entonces Alicia cayó”, la nueva obra de Mariana de Althaus, ganadora del Tercer Concurso de Dramaturgia Peruana y que se presenta en el teatro Británico de Miraflores. Se trata de un montaje muy cuidado: elementos precisos sobre el escenario, iluminación adecuada, un vestuario correcto (aunque sin una propuesta más allá de lo cotidiano) y algunos efectos visuales y de sonido.

El escenario de Mariana
En su nueva obra, la dramaturga y directora Mariana de Althaus pareciera querer abarcar todos los problemas femeninos que ya ha tocado en sus obras previas. Y por ello percibimos una sucesión de lugares comunes sobre temas como la maternidad, la menopausia, la infidelidad o la incapacidad de comunicarse con los hijos. Todo tratado con un tono habitual en su pesimismo, sin mayor ingenio. Con sinceridad pero sin contundencia. Allí tenemos al viejo intelectual que deja a la esposa de toda la vida por una alumna joven; a la mujer de 40 años obsesionada con concebir pese las negativas de su pareja; a la madre intelectual totalmente equivocada a la hora de acercarse a su hija adolescente. Pareciera que no hay nada nuevo sobre la escena.
Pero esa primera percepción es errada. En el escenario sucede algo diferente. Porque del mismo modo que el argumento se sostiene en temas expuestos una y otra vez, la dramaturgia se ejecuta con tan buen oficio que despierta nuestra curiosidad por lo que sigue. Por ese hilo conductor que la autora nos tiende.
De pronto, las tres historias comienzan a desarrollarse con buen ritmo y interactuar en los momentos precisos, centrándose ya no solo en anécdotas aisladas sino creando un verdadero universo dentro de esa habitación de hotel (que en realidad son tres aunque solo veamos una).
Un ejercicio dramático más convencional habría llevada a la autora a presentarnos, tal vez, una obra en tres actos con las historias desarrolladas de manera independiente. Pero no habría bastado porque el verdadero epicentro de emoción y expresión es el escenario sobre el que convergen, al mismo tiempo, las tres historias.
Y allí está el mayor acierto de la obra, en el uso de la escena. Algo que muchos dramaturgos olvidan en beneficio de la palabra, las ideas o incluso los personajes. El protagonista de una puesta teatral debería centrarse en el espacio sobre el que esta sucede. Y Mariana de Althaus se encarga de hacer de ese escenario el eje sobre el que se desarrolla el drama, la comedia y también la tragedia humana que nos presenta. De pronto, la madre cobra vida en su desesperación por acercarse a su hija. Y la intensidad de la mujer que quiere concebir resulta irónica, hasta ridícula, pero muy real. Algo diferente sucede con la cantante que está siendo abandonada, ella mantiene su perfil histriónico porque su naturaleza es así y, probablemente, debido a ello es que su matrimonio fracasa.
Esa convergencia de emociones en tres historias aparentemente independientes le confiere a la obra una dimensión humana única. Es cierto que los problemas expuestos son lugares comunes. Pero lo son como tanto como las propias emociones humanas. Lo interesante está en ese intercambio de lugares que los personajes parece que asumirán, aunque solo lo hagan por instantes. Eso le da al drama un toque humano conmovedor que para nada nos distrae de nuestro principal interés: ver teatro. Y lo vemos en esta obra.

El escenario de Alicia
Y dónde está la Alicia de Lewis Carroll en todo esto? Ignoro las razones de Mariana de Althaus para convertir a la heroína del cuento infantil en la inspiración de su trabajo. Y al parecer la autora no quiere entrar en detalles al respecto porque así lo repite dentro del mismo texto de la obra. Como si se adelantara a la preguntas y elucubraciones al respecto. Aceptamos su posición, aunque ello no nos impide hablar sobre el tema.
Observando con atención la obra, Alicia es útil como referente de la mujer-niña incapaz de encajar. Su viaje al país de las maravillas es involuntario y los problemas que allí enfrenta son parte de una pesadilla y no precisamente de un buen sueño infantil. Entendemos que esa es la lectura que ha hecho Mariana y que por ello identifica a la idealizada Alicia con todas las mujeres, sean estas intelectuales, artistas o simplemente una esposa con ansias de ser madre. Por eso las referencias inmediatas al cuento: el conejo, siempre presente, y la puerta pequeña, resultan encantadoras en la escena.
El cuadro del conejo blanco es espectacular en términos dramáticos. Basta su presencia, dominando el escenario durante toda la obra, para entenderlo. Por ello no encuentro mayor utilidad en la animación y en las frases que pronuncia. Ya colgado en la pared cumple a plenitud con su cometido. Y la puerta, nos remite de inmediato al tema de encajar o no. O eres muy grande o eres muy pequeña. Como las mujeres de la obra frente a las situaciones que atraviezan.

Tres Alicias, hasta cuatro
“Entonces Alicia cayó” cobra vida cada noche en el teatro Británico no solamente gracias a la pluma de Mariana de Althaus o a la eficiente producción que ha hecho posible este montaje, sino también a tres actrices que suben a escena para interpretar a sus respectivos personajes. Cada una de ellas lo hace entregando mucho de sí y desnudando, en gran medida, esa parte de Alicia que les toca vivir. Sofía Rocha, Ana Cecilia Natteri y Vanessa Saba son tres actrices muy diferentes en sus registros. Y el temor inicial al verlas sobre un escenario en el que tienen que interactuar en realidades paralelas casi sin tocarse podía resultar disparatado. Pero la controlada dirección ha hecho posible que esos estilos puedan desarrollarse sin resultar chirriantes el uno con el otro. Y aunque por momentos pareciera que estamos frente a tres obras diferentes (o a tres montajes diferentes de la misma obra) el universo propuesto por la obra misma termina integrándolas.
Vanessa Saba luce vulnerable y poco segura, en la medida que su Alicia se lo exige. Es una elección correcta porque resulta más efectiva cuando duda y muy real cuando las cosas no salen de acuerdo a los planes de su personaje. Paul Martin le da la adecuada réplica: desinterasado, aburrido, incapaz de conectarse con ella.
Siempre efectiva, Ana Cecilia Natteri imprime nervio e ironía al cuento. No solamente porque tiene las frases más ocurrentes sino porque el histrionismo de su personaje, la cantante Alba, le confiere las notas más agudas a toda la historia. Se desenvuelve en escena con tanta seguridad que difícilmente la imaginamos fuera de ella. Carlos Mesta interpreta a su marido con cierta inseguridad inicial pero convincente cuando la verdad sale a la luz.
Sofía Rocha interpreta a Daniela, la dramaturga dentro del drama. Sabe imponerse en este “país de las maravillas” como lo hace el mejor barítono al apoderarse de una ópera escrita para un tenor. Su voz cubre cada rincón del teatro, fraseando como si se tratara de una gran tragedia o de la voz en off de un viejo melodrama. Y todo ello sin perder contacto con el resto y con la verdad que sabe imprimir en su personaje.
Sus mejores momentos los tiene cuando interactúa con la cuarta Alicia de la obra: Patricia Barreto. Una joven actriz que tiene una excelente oportunidad de entrenamiento en esta obra. Es la adolescente del cuento, el personaje lleno de dudas y carencias, pero con cierta sabiduría que solo la inocencia se puede permitir. Más lugares comunes, diríamos, pero efectivos como en el resto de “Entonces Alicia cayó”.

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“Entonces Alicia cayó”, de Mariana de Althaus. Teatro Británico de Miraflores, Jr. Bellavista 527, Miraflores. De jueves a lunes a las 20 horas. Hasta el 12 de setiembre.