jueves, 3 de noviembre de 2011

La fiesta de cumpleaños, de Harold Pinter

Por Alberto Servat

Sucede con el teatro de Harold Pinter que una cosa es lo que vemos y otra lo que sucede sobre la escena. En primera instancia hay un grupo de personajes, hay también una trama y un desarrollo dramático. Pero esos elementos, comunes en cualquier obra de teatro, son en realidad destellos de un universo bastante más complejo e imposible de resumir con unas cuantas líneas argumentales. Tal vez por eso, las obras de Pinter fueron etiquetadas dentro del llamado “teatro del absurdo” desde sus primeras representaciones.


Una anticelebración

La controversia que siempre suscita una representaciónde “La fiesta de cumpleaños” no es reciente. Al contrario, comenzó en la noche de su estreno en el lejano 1958. Tras el desconcierto de los espectadores y la reacción de la prensa, la obra estuvo a punto de terminar con la carrera de dramaturgo de Pinter. Felizmente intervino en su ayuda el crítico Harold Bobson, cuya reseña aunque no garantizó la permanencia de la obra en la cartelera le dio el respaldo necesario para despertar el interés de espectadores más exigentes. Desde entonces, “La fiesta de cumpleaños” se ha representado alrededor del mundo en muchas oportunidades e incluso llegó al cine en 1968, bajo la dirección de William Friedkin.

En “La fiesta de cumpleaños” un pianista autodestructivo vive en una casa de pensión cerca al mar. Pasa sus días junto a sus caseros, a quienes difícilmente soporta, y a los que insulta constantemente. Esta es su vida cotidiana hasta que un buen día dos extraños aparecen.

Aquí llega el punto de quiebre. En la aparición de este elemento perturbador dentro de una rutina corrosiva e insalubre. Estos dos hombres, más sospechosos que misteriosos, amenazantes y sin duda peligrosos, se encargan de proponer la celebración del título, festejar el cumpleaños del pianista, desencadenando de esa manera a los demonios de la obra. Aquí comienzan los enfrentamientos frontales y la palabra, que ya era fuerte desde un incio, sube hacia un tono violento.

Lo fascinante en todo esto es la poca o nula información que Pinter nos ofrece sobre los personajes o sus historias previas a la obra. Al espectador corresponde la tarea de ir armando el esqueleto de la obra y de cada personaje, tomando elementos de aquí y de allá, de frases o palabras sueltas, e incluso de su propia imaginación. No hay una verdad absoluta en el teatro de Pinter y eso lo convierte justamente en un material único en sus posibilidades.

No es una buena idea acercarse a la obra a partir de la película de William Friedkin, aunque constituye un valioso elemento para un estudioso de Pinter y de su obra. No lo es porque como toda (o casi toda) película, abunda en explicaciones e incluso en detalles, como el escenario geográfico donde sucede la acción. Pero la película tiene un gran acierto: Robert Shaw en el papel estelar. A Shaw, que lo conocemos como hombre de acción principalmente, lo vemos sumergido en un personaje abrumado por su propia mediocridad o por lo que cree que es su mediocridad. Su fracaso está latente y basta contemplarlo en breves instantes para saber que sus sentimientos no son superficiales y que la violencia que descarga contra sus caseros no es más que el intento por exorcisarse a sí mismo.

La fiesta en la Plaza

La puesta en escena de Chela de Ferrari en el teatro La Plaza iSil de Larcomar es inquietante en la medida que la obra necesita serlo. De entrada, el cuidado escenario ya nos propone una realidad a punto de estallar en mil pedazos. Pero si el escenario despierta suspicacias, las emociones resultan más perturbadora en la medida que van apareciendo los personajes. De pronto, una situación cotidiana, como es desayunar, se convierte en un juego de amenazas y trampas emocionales. Son Alfonso Santisteban, en su correcta participación, y principalmente Ana Cecilia Natteri, quienes nos conducen hacia ese callejón sin salida que es la rutina y que parece despedazar las pocas esperanzas que el personaje de Paul Vega tiene en la vida.

Quiero detenerme en el trabajo de Ana Cecilia Natteri. Una sólida actriz que en esta oportunidad recurre a toda su experiencia previa y a su instinto como actriz y mujer para crear una Meg única. No dudo en señalar que probablemente sea este el mejor trabajo de Natteri porque a riesgo de convertirse en una caricatura, logra ser convincente en su ridiculez. No solo eso, sino que se acerca a la humanidad de su personaje (cosa que sería impensable en un intérprete cualquiera) tocando fibras desconcertantes. De esta manera, Natteri nos conmueve con su entrega y nos entusiasma con su energía.

La Meg de Ana Cecilia Natteri es sin duda el completemento ideal para el Stanley de Paul Vega, quien encuentra un nuevo papel a su medida. En perfecta complicidad con la directora, Vega compone un Stanley preciso en cada movimiento. Es duro en su trato a Meg, pero en cada uno de esos gestos de desprecio o frases de extrema brutalidad, revela a una persona sensible, ahogada en su propio fracaso y casi sin esperanza. Siempre lo he dicho, Paul Vega es de esos actores que expresa mucho más al permanecer en silencio, manteniendo el rostros sin expresión. Pero en esta ocasión el equilibrio entre esa cualidad y la explosión de cólera es casi perfecta. Y, claro, luego serán otras emociones como el miedo y también la casi aparición del amor, las que afirmen su compleja caracterización.

Donde no encuentro el tono adecuado es en la aparición y el desarrollo de los personajes de Goldberg y McCann, a cargo de Mario Velasquez y Rómulo Asereto, dos actores habitualmente correctos. No es que se trate de una mala interpretación por parte de ambos, es un asunto más bien de dirección. Si bien es cierto que De Ferrari siempre apuesta por un tono neutral en sus puestas en escena, dejando que la emoción explote por sí misma, en esta oportunidad esa apuesta debilita la presencia de dos personajes que deberían inspirar miedo con su aparición. Un miedo psicológico y abrumador, capaz de provocar una sensación de incomodidad física en los espectadores. No sucede así. Lo que no resta méritos a un montaje muy logrado pero que se habría beneficiado más acentuando esa maldad que queda simplemente subrayada. Al final, solamente los percibimos como un par de delincuentes de poca monta y no precisamente como el mal en sí mismo.

“La fiesta de cumpleaños” es una de las puestas en escena más satisfactorias del año. Una apuesta difícil que debemos agradecer a su principal gestora, Chela de Ferrari.

La fiesta de cumpleaños (The Birthday Party), de Harold Pinter. Dirigida por Chela de Ferrari. Con Paul Vega, Ana Cecilia Natteri, Mario Velásquez, Rómulo Asseretto, Alfonso Santisteban y Gisela Ponce de León. Teatro La Plaza iSil de Larcomar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena obra y me parece q lograste hacer una critica muy buena y objetiva de la obra! totalmente de acuerdo contigo en cuanto a los personajes de Goldberg y McCann.