lunes, 1 de julio de 2013

"El Chico de Oz" de Martin Sherman


Por Alberto Servat

Se acaba “El chico de Oz”, el musical basado en la historia y canciones de Peter Allen, y que se presentó en Lima en el teatro Municipal. Se trata de uno de los proyectos más ambiciosos del teatro peruano y con seguridad el espectáculo más logrado de Preludio, en asociación con Carlos Arana.

En términos de producciones musicales pocas veces hemos visto un nivel de acabado tan logrado en nuestro medio. Los elementos de la coreografía, escenarios, sonido y, principalmente, la iluminación han logrado un balance capaz de crear el marco adecuado para el lucimiento de un show de grandes dimensiones. Y en ese sentido el saldo es muy positivo.

Sin duda, una producción tan esmerada no es sino el resultado de un trabajo paciente, duro y sostenido, de parte de Preludio, con Denisse Dibós a la cabeza. Son muchos años en este oficio y la madurez se ve y se siente, lo que beneficia a la obra elegida.

Donde no encuentro el mismo equilibrio es en la narración de la historia. Porque, aunque es un monólogo a cargo del protagonista, era necesario imprimir un ritmo emocional desde dentro, no dejarlo todo en boca de su narrador. A falta de esta columna vertebral queda una sucesión de números musicales, parlamentos y escenas, que podrían funcionar mejor en una obra como “Chicago”, que finalmente recoge el espíritu del vodevil.

En “El chico de Oz” prima un elemento emotivo que no bastaba que apareciera aislado en dos o tres escenas, sino que era necesario resaltar a través de un tono más íntimo de comienzo a fin. Lo que no desluce ni entorpece la obra, sino que le quita calor. La enfría. En este punto el director Mateo Chiarella pudo exigir más de sus actores. Bajar el tono musical por un momento y enfocarse en el drama más crudo.

Son los elementos musicales los que colman los sentidos en cuanto aparecen. Ahí tenemos, un espectacular desfile de talento y buen trabajo escénico que Chiarella ha sabido aprovechar.

Peter, Judy, Liza y todos los demás

“El chico de Oz” es un espectáculo que le pertenece enteramente al actor elegido para interpretar a su protagonista. De él dependerá la acogida en el público, de él dependerá la atención de la prensa. Por supuesto, ningún intérprete -por famoso que sea- podría sacar adelante un show sin el respaldo de un buen libreto y de una producción perfectamente ensamblada.

Cuando Hugh Jackman estrenó “El chico de Oz” en Broadway se convirtió en el principal motivo para ver el show. Tanto así que el espectador poco informado pensaba que se trataba de una revista musical y no de una biografía musicalizada. Por supuesto, no bastaba solo su nombre para convertir la obra en un éxito de taquilla. Jackman tenía que actuar, cantar y bailar... Y hacerlo todo bien. Y logró su cometido, como lo confirmaron el Tony y el Drama Desk a la Mejor Interpretación Masculina en un Musical en el 2004.

A partir de entonces quedó claro que la obra funcionaba como un espectáculo de lucimiento para su intérprete principal. Y que el material dramático no es precisamente el llamado a convertirse en un clásico. La dramaturgia de Martin Sherman (basado en un argumento original de Nick Enright) está al servicio de esa narración del protagonista, casi un monólogo, donde el resto de personajes le dan la réplica en la medida que este lo necesite.

Dentro de este marco y estos precedentes, Marco Zunino asumió un reto enorme. Y lo hizo con buen humor, entrega y seguridad. Sus condiciones musicales se pusieron de manifiesto incluso más allá de su Billy Flynn, el personaje que interpretó en “Chicago” en Broadway y en Lima. El show es suyo. Lo hace suyo.

Me habría gustado verlo más inmerso en los momentos dramáticos. Pero dadas las exigencias del libreto y el plan escénico, tanto la escena de la declaración de amor como aquel momento en que su amante le confiesa que tiene sida, resultan excesivamente anecdóticas. La primera termina siendo lejana, dada su ubicación en el escenario, y a la segunda le falta calidez y sobre todo intimidad. Queda pendiente en Marco un papel enteramente desarrollado al margen de la música.

Por supuesto son los personajes femeninos quienes sostienen y acompañan al protagonista. La madre, interpretada por una muy cuajada Denisse Dibós, tiene a su cargo la emoción y complicidad. Su interpretación de la canción “Don't Cry Out Loud” es realmente buena porque apoya más el peso en el discurso y en el elemento emocional. Ahí está la clave para emocionar y, sobre todo, comunicar.

Sin duda más riesgos asumen las actrices llamadas a cubrir los roles de Judy Garland y Liza Minnelli. Ambas mujeres jugaron un papel decisivo en la vida de Peter Allen y sus leyendas son inmensas.

Elena Romero tiene el talento suficiente para hacer suyo un papel difícil pero que ha preferido interpretar a su modo. Cuando canta apuesta más por su estilo que por el de una imitación de la verdadera Judy. Y se luce de manera espectacular en el número musical con el que se despide de la obra: “Quiet Please”.

Por su parte, Erika Villalobos tiene que enfrentar un reto mayor. Y lo es porque Liza Minnelli está muy presente en la memoria de quienes disfrutamos de este tipo de teatro. Y Liza Minnelli, al igual que su madre, es una fuerza de la naturaleza. Basta verla en cualquiera de sus presentaciones (youtube es muy útil en este caso) para comprobarlo. Intensa y dramática al cantar, irrepetible al bailar. Villalobos se aleja de la imitación, y esto es algo que debemos de agradecer porque un actor debe buscar su propia identidad, pero el precio a pagar es alto. Su personaje termina siendo débil y eso compromete el desarrollo de la obra. Lo que debemos aplaudir es a una Erika que tiene la valentía suficiente para salir a escena e intepretar un número musical complejo. De acuerdo, no es Liza Minnelli, pero es Erika Villalobos en una muy solvente interpretación.

Repito. No es necesario imitar a Judy y Liza. Lo que hace falta es que ambas intérpretes sean realmente buenas. Más que eso, apabullantes. Porque es necesario entender que Allen estaba rodeado de los mayores talentos de su tiempo. Uno de salida (Garland) y el otro consolidándose (Minnelli).

Siguiendo el camino de “Cabaret” y “Chicago”, “El chico de Oz” deja una valla muy alta. Y esperamos con enorme curiosidad un futuro que promete.

El chico de Oz (The Boy from Oz), de Martin Sherman. Con música y canciones de Peter Allen. Dirigida por Mateo Chiarella. Producida por Preludio y Carlos Arana. Con Marco Zunino, Elena Romero, Erika Villalobos, Denisse Dibós, etc. Teatro Municipal de Lima.

The End

martes, 4 de junio de 2013

El apagón, de Peter Shaffer


por Alberto Servat

La premisa no tiene pierde si se trata de arrancar carcajadas a la audiencia. Un grupo de (excéntricas) personas queda atrapada en un departamento durante un apagón. Y sobre el escenario el efecto visual es totalmente inverso a la realidad: la obra comienza en penumbras y cuando ocurre el cortocircuito se prenden las luces. De manera que el espectador ve todo lo que los personajes no. A partir de entonces somos testigos de una comedia de costumbres, de una farsa que requiere destreza física, de un enfrentamiento coloquial muy inspirado y también de una dosis de drama recubierto de ironía y humor negro. Es “El apagón”, de Peter Shaffer, cuyo título original es “Black Comedy” (“Comedia negra”).

El autor y su entorno

Hacia 1965, Shaffer ya era un dramaturgo de cierto prestigio por una carrera que había llegado a su mejor momento un año antes con “La real cacería del Sol” (“The Royal Hunt of the Sun”), un drama filosófico alrededor del episodio histórico del enfrentamiento de Atahualpa y Pizarro, durante la conquista del Perú. Más adelante su carrera se vería consolidada con “Equus” (1973) y “Amadeus” (1979), que dieron la vuelta al mundo y pasaron al cine con gran éxito.

“El apagón” fue una obra de encargo. En la primavera de 1965, Kenneth Tynan le pidió que escribiera una obra de un acto que pudiera ser representada junto al clásico “Señorita Julia” en el National Theatre. Sin entusiasmo, Shaffer pidió audiencia con Laurence Olivier, director de la compañía, quien no escuchó sus razones. La obra tenía que escribirse... y rápido.

Finalmente el estreno tuvo lugar en el Festival de Teatro de Cichester el 27 de julio de 1965, bajo la dirección de John Dexter, y con un reparto de primera figuras que incluyó a Derek Jacobi, Albert Finney y Maggis Smith. Dos años después se estrenó en Broadway con Michael Crawford, Geraldine Page y Lynn Redgrave, bajo la dirección del mismo Dexter. Desde entonces es una obra que se ha representado cientos de veces alrededor del mundo.

Para un autor del nivel de Shaffer “El apagón” es un mero divertimento. Una comedia disparatada en la que quiso imprimir un sello especial (aunque no del todo logrado). A la anécdota del apagón debía sumarle un elemento capaz de mantener atento al espectador. Y lo consigue en gran medida mientras el protagonista tenga necesidad de mantener atrapados a sus invitados durante el apagón. A ello debía sumar una historia de rivalidad, una infidelidad, dos mujeres enamoradas del mismo hombre y algunos vecinos inoportunos. Hasta aquí el espectro capaz de envolver a la audiencia. Pero tal vez sea por la premura al escribirla o también por el poco interés que tenía en la obra, Shaffer deja cabos sueltos y situaciones no del todo resueltas. Porque una obra debe plantear, incluso si es disparatada, un universo creíble y capaz de mantener con coherencia su postulado. Y “El apagón” es una obra que exige a quienes la ponen en escena que resuelvan esos defectos del libreto.

El reto de Fisher

En Lima le toca a Juan Carlos Fisher resolver los problemas que “El apagón” presenta. Y en su más reciente montaje, en el recuperado teatro Luigi Pirandello, lo logra en gran medida.

En primer lugar porque recoge la premisa sin alterarla, de manera que se sirve del mayor acierto de la obra. A partir de entonces orquesta una coreografía escénica con cuidado y gran conocimiento del escenario. No en vano a Fisher le debemos comedias de enredos con grandes repartos y, sobre todo, uno de los musicales más logrados que hemos visto en nuestro medio: “Hairspray” (2012).

En “El apagón” Fisher coloca a sus personajes como si fueran piezas sobre un tablero y ejecuta los movimientos con seguridad. Por supuesto no se trata de actores elegidos al azar, sino intérpretes con los que trabaja habitualmente.

En una obra como esta, donde se requiere que todos los actores estén cronometrados dando por resultado un trabajo conjunto, sería mezquino decir que uno u otro son mejores o peores. El elenco cumple bien con las exigencias. Y la mejor prueba de ello son los aplausos que reciben al final de cada representación.

Lo que debo celebrar es que Fisher vuelva a recurrir a Wendy Ramos para uno de los papeles. Principalmente porque al ser una actriz tan identificada con un estilo y género actoral (herencia de Pataclaún), la habíamos perdido de vista dentro de un teatro más convencional. En el papel de la señorita Furnival, la vecina solterona y chismosa, no solamente encontramos una gran actuación sino una creación. Lo que es difícil dentro de una comedia que apela a tantas convenciones. Es más, el mismo papel de solterona-chismosa-miedosa es muy convencional, pero Wendy se las arregla para poner su natural talento en ello, logrando salir de la fórmula. ¡Sin duda una actriz de enormes posibilidades!

Sobre el reparto en general añadiré que, como siempre sucede en las comedias disparatadas como “El apagón”, se corre el riesgo de entablar un diálogo con la audiencia que se puede traducir en un impacto de grandes risas inmediatas pero que le resta el sentido a toda la apuesta teatral. Y sucede cuando los actores pierden la línea y el tono por complacer a una audiencia que empieza a desbordarse. Fisher lo tiene claro y marca tiempos y espacios, pero no todo está en su cancha. Un director de teatro, con toda la autoridad que tiene, no es un policía de tránsito y este es un riesgo que lo he visto en muchos teatros.

“El apagón” puede convertirse en la comedia del año. Tiene todos los elementos para ello. Bien por su equipo.

“El apagón” (Black Comedy), de Peter Shaffer. Dirigida por Juan Carlos Fisher, con Rómulo Assereto, Gisela Ponce de León, Wendy Ramos, Magdyel Ugaz, Mario Velásquez y Ricardo Velásquez. De jueves a lunes a las 8.30 pm. Los sábados y domingos a las 7 pm. Teatro Pirandello, Av. Petit Thouars, cuadra 10, Santa Beatriz.

jueves, 25 de abril de 2013

“Deseo bajo los olmos”, de Eugene O'Neill



Por Alberto Servat
La Escena del Crimen

En la historia del teatro del siglo XX la dramaturgia estadounidense ha jugado un rol decisivo. No solamente creando un epicentro de creatividad y vanguardia en Nueva York, sino reestructurando el drama mismo y su sentido sobre el escenario. A ello contribuyeron principalmente dramaturgos como Arthur Miller y Tennessee Williams, y anteriormente a ellos un nombre único: Eugene O'Neill (1888-1953), autor de “El emperador Jones”, “Anna Christie”, “The Hairy Ape”, “Extraño interludio”, “A Electra le sienta bien el luto” y “Largo viaje del día hacia la noche”, entre otros títulos. Cada una de estas obras reflejaron no solamente una vocación especial para crear historias sobre las tablas sino también un profundo conocimiento de los seres humanos, sus frustraciones, necesidades y alegrías. En muchos de estos dramas puso mucho de sí mismo, de sus parientes y amigos, subrayando un sólido y duro punto de vista sobre su propia naturaleza.

En el universo de O'Neill los hombres buscan desesperadamente salir de la marginalidad en la que se encuentran inmersos y muy pocas veces lo logran. Todo lo contrario, eligen caminos erráticos llevados por una pasión que los desborda y destruye. Es lo que sucede con los protagonistas de “Deseo bajo los olmos”.

Obra de grandes dimensiones, “Deseo bajo los olmos”  alcanza niveles épicos, llevando a sus protagonistas por un camino que va de una atracción sexual primaria, casi animal, hacia la pasión absoluta y destructora. No hay más ilusión una vez consumado el deseo, solo un inevitable descenso hacia un infierno creado por sus propias debilidades. Porque a diferencia de sus modelos (los grandes títulos de la tragedia griega y específicamente “Hipólito”, de Eurípides) el destino de los protagonistas depende exclusivamente de sí mismos. No se trata de un castigo de los dioses ni de un juego de las Parcas. El hombre es verdugo de sí mismo.

En Broadway y Hollywood

“Deseo bajo los olmos” se representó por primera vez en Nueva York el 11 de noviembre de 1924. Se trataba de una obra en tres partes, ambientada en la granja Cabot, en algún lugar de Nueva Inglaterra en la década de 1850. El primer montaje estuvo a cargo de la compañía The Provincetown Players, con un reparto encabezado por el gran Walter Huston en el papel de Ephraim Cabot. Como era de esperarse la obra causó un impacto tremendo pero Broadway solamente volvió a ponerla en escena en dos oportunidades más, en 1952 y en el 2009. Karl Malden y Brian Dennehy tuvieron la tremenda responsabilidad de interpretar al patriarca Cabot, respectivamente. Y digo tremenda porque ya entonces se hablaba de la interpretación original de Walter Huston como definitiva. Y es que es Ephrain Cabot el centro de gravedad de la obra. Solamente alcancé a ver a Dennehy en escena y sin duda su interpretación fue la columna vertebral de un montaje sexualmente sobrecargado. Su interpretación tocaba todos los matices de la prepotencia, la furia y el poder. Frente a ello el temor de los amantes resultaba real, reafirmando su animalidad frente a los artificios de la escenografía. Ese fue el principal acierto del director Robert Falls al retomar una obra tan importante y difícil a la vez.

Cuando Hollywood decidió adaptar “Deseo bajo los olmos” en 1958 el viejo código de censura seguía vigente. De manera que todo el asunto recibió un nuevo tratamiento. Si para entonces hablar de adulterio e incesto estaba prohibido, el asesinato de un bebé era impensable. De manera que el argumento se vio fuertemente alterado en beneficio de una historia menos apasionada y de un romance más convencional al servicio de Sophia Loren y Anthony Perkins. La elección del veterano Burl Ives para el papel del padre es probablemente el único acierto de una película que traicionó cada línea del drama de O'Neill. Y aunque la película pasó al olvido creó un problema porque alteró seriamente el concepto y la idea sobre Abie, que pasó a llamarse Anna en el guión de Irwin Shaw.

En la obra original Abie no necesariamente es una mujer atractiva y mucho menos una seductora. Es simplemente una mujer. La hembra de la especie. Y se introduce en un mundo de hombres no solamente en constante celo sino necesitados de afecto. De allí el constante recuerdo de la madre. Sin embargo, la interpretación de Sophia Loren cambió el destino de Abie/Anna y en los montajes sucesivos en América y el resto del mundo, se optó casi siempre por una actriz de gran atractivo sexual.

En el Perú

“Deseo bajo los olmos” se estrenó hace unas semanas en el teatro del Instituto Cultural Peruano Británico de Miraflores, bajo la dirección de Marisol Palacios. Se trata de un montaje muy hermético en el que no solamente se ha reducido la duración del drama sino que se ha compactado la estructura, eso sin alterar el argumento.

Sin duda la adaptación ha debido plantear muchos retos a la directora y su equipo. Porque al reducir el texto y saltar las pausas indicadas en el libreto original, que dividen la obra en actos y los actos en escenas, se está creando un nuevo ritmo y con ello una nueva aproximación a las emociones y vivencias de los personajes. Marisol Palacios hace uso de sus mejores recursos y ni por un momento pone en peligro la veracidad del discurso. Todo lo contrario. Allí está el drama, o la tragedia, como prefieran etiquetar a la historia.

Tal vez resulte muy brusco el paso entre los primeros sentimientos de atracción y el amor real. Como espectador podemos sentir cierta sorpresa al ver a los amantes verdaderamente enamorados de un momento a otro. Una evolución más contenida podría haber resultado más apropiada aunque la decisión siempre es del director.

El reparto camina siempre al filo de la navaja. Alberto Herrera no tiene la fuerza ni la autoridad que Cabot requiere. Se mantiene casi a un lado del drama sin aportar demasiado nervio ni convicción. De manera que hay un desequilibrio entre su presencia y el temor que pudiera causar. Es a partir de ello que los parlamentos del resto de personajes resultan, muchas veces, exagerados ante su presencia. Aquí hacía falta una contundente exhibición de machismo patriarcal. De violencia física y pesadez emocional.

Bastante más entregados a sus personajes se encuentran Omar García y Tatiana Astengo. Lejos de amilanarse frente a las exigencias del montaje, ambos consiguen desatar la pasión que la obra sugiera desde el título.

Tatiana Astengo, habitualmente una buena actriz de cine y televisión, explora en su propia condición de intérprete en un terreno que había dejado hace un tiempo. Sobre el escenario parece tratar de equilibrar sus ideas sobre Abie con su propio físico. Es una actriz acostumbrada a expresarse principalmente a través de primeros planos. De manera que debe asumir el reto de actuar con todo el cuerpo. Es aquí que una de sus principales virtudes, expresarse verbalmente con naturalidad, le supone una fuerte prueba. En el teatro la naturalidad del cine a la hora de hablar no siempre viene al caso. Pero Tatiana se las arregla para calzar en gran medida y hacer creíble su Abie.

Gran sorpresa nos da Omar García, quien sin ser lo joven que exige el papel de Eben Cabot, logra convencernos poco después de aparecer en escena. Su pronunciación es honesta, como la mayor parte de sus emociones. Desde la simple excitación sexual con la sola idea de visitar el burdel del pueblo hasta la furia, el miedo y finalmente su desesperado amor que lo ha llevado a vivir un infierno. Su madurez emocional encuentra un correcto desarrollo sin parecer impostado o inoportuno. Un gran acierto haberlo elegido para este papel.

“Deseo bajo los olmos” se encuentra entre las apuestas más valientes de nuestro teatro en los últimos tiempos. Mérito de su directora y de todo el equipo que ha formado parte de esta producción.

“Deseo bajo los olmos” (Desire Under the Elms), de Eugene O'Neill. Dirigida por Marisol Palacios, con Alberto Herrera, Tatiana Astengo, Omar García, Alberick García y Emilram Cossio. Una producción del Teatro Británico. Va hasta el 20 de mayo. De jueves a lunes a las 20 horas, en el Teatro Británico, Jr. Bellavista 527, Miraflores.



lunes, 1 de abril de 2013

Proyección privada, de Rémi De Vos


Por Alberto Servat

La televisión como trampa y como espejo de las miserias cotidianas. Es lo que nos quiere decir “Proyección privada”, del dramaturgo francés Rémi De Vos, que se presenta actualmente en el CCPUC, bajo la dirección de Gilbert Rouviere y con Jimena Lindo, Norma Martínez y Miguel Iza en los papeles estelares.

En esta historia de escapismo, que tantas risas arranca a la audiencia, Rémi De Vos expone sus puntos de vista no solo sobre el poder hipnótico que ejerce la televisión sobre los seres humanos de fines de siglo XX, sino también sobre aspectos más universales como el desgaste de las relaciones, el matrimonio, la afirmación personal de cada individuo, la infidelidad e incluso el sometimiento.

Puntos de vista muy claros, expuestos casi sin matices.  No es necesario interpretar demasiado las palabras y actos de los personajes porque la obra es muy directa. No conozco el texto original en francés de la obra pero no encuentro demasiado brillo en los diálogos ni en el desarrollo dramático de la obra. Es claro que para el autor la televisión deshumaniza a un mundo poblado de antropófagos emocionales (una idea que comparte con muchos otros artistas). Y de la misma manera que no encuentro novedad en el discurso tampoco lo encuentro en la manera de decirlo. “Proyección privada” es una comedia irónica en su contenido y brutal en su ejecución, pero adolece de las sutilezas que la llevarían a un plano más intenso que a una simple carcajada. Es un trabajo consistente pero difícilmente notable. Tal vez debido a que su discurso se ha enpolvado un poco desde 1998, cuando la obra fue escrita por su autor.

En completo equilibrio con el la obra, la puesta en escena a cargo de Gilbert Rouviere es sencilla, simple, tan directa como el texto. Apela a muy pocos elementos escenográficos lo que permite prestar atención al texto y, sobre todo a los intérpretes. Esto es algo que hay que agradecer frente a montajes que insisten en artificios que distraen la atención y cuyo principal objetivo es entretener o deslumbrar. Tal vez la atmósfera del hogar no es lo íntima que pudiera serlo en las escenas iniciales. Pero es también interesante la elección de un escenario tan frío y estéril para presentarnos a la protagonista. Una mujer deshumanizada, convertida en una zombie.

Sobre el trabajo conjunto de los actores debo confesar que tengo sentimientos encontrados. En principio, debo aclarar que considero a Jimena Lindo, Norma Martínez y Miguel Iza como tres de los mejores actores de nuestro medio. Cada uno ha desarrollado una trayectoria que los ha llevado por diferentes rumbos, participando con entusiasmo en cine y televisión, y siempre volviendo a sus raíces teatrales. Y, todo esto, sin descuidar sus respectivas inquietudes como artistas en busca de expresión y voz propias.

“Proyección privada” necesita equilibrar esos talentos de tal manera que estos no resulten excesivamente histriónicos. Iza, Lindo y Martínez son tremendas personalidades escénicas. Y los tres enfantizan sus personajes con tal intensidad que resulta un tanto desproporcionado dentro de la comedia dramática que estamos viendo. Norma Martínez, por ejemplo, da inicio a la obra con un monólogo lleno de ironía. Lo que no termino de entender al verla es si esa ironía es un comentario suyo o del personaje. Debería lucir menos inteligente y bastante más convencido de lo que dice, persuadiendo a la audiencia de su gran fascinación por los melodramas enlatados. Pero la actuación de Norma nos conduce directamente a las conclusiones sin plantear dudas ni crear emociones. No hay tiempo para identificarse con su personaje, menos para compadecerla. Jimena Lindo, por su parte, compone imágenes de gran impacto a través de una actuación muy física y llena de riesgos. Un registro tan oportuno en una de sus actuaciones previas, “Electra/Orestes”, pero que no consigo fijar del todo en esta obra. Y tal como sus compañeras de escena, Miguel Iza aporta un estilo muy personal a la hora de interpretar a este marido perdido en una relación conyugal poco saludable. Un lobo cazador de esos que abundan en los bares. Pero su dominio de escena lo aleja totalmente de un personaje tan poco atractivo, que debería ser totalmente cotidiano, y lo acerca más a esas grandes personalidades del teatro que la ha tocado interpretar en el pasado. Es difícil interpretar a un mediocre y eso le falta a Iza en escena. Al verlo en escena parece que está a punto de gritar en cualquier momento: “¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”.

Tal vez Rouviere debió graduar mucho más este fulgor. A veces los buenos actores no deben lucir tan buenos. Menos vehemencia en algunos momentos puede enfatizar mucho más el verdadero sentido de las ideas.



Proyección privada (Projection privée), de Rémi De Vos.
Dirigida por Gilbert Rouviere, con Jimena Lindo, Norma Martínez y Miguel Iza. Del 23 de febrero al 15 de abril del 2013. Va hasta el lunes 15 de abril en el Teatro del Centro Cultural PUCP.

viernes, 18 de noviembre de 2011

En la otra habitación (o la obra del Vibrador), de Sarah Ruhl

Por Alberto Servat

Algo sucede en el consultorio del Dr. Givings, la llamada “otra habitación” para distinguirla de la sala de su propia residencia. Allí, el médico intenta curar o por lo menos aliviar una serie de casos de histeria con una terapia audaz y que ejecuta con absoluta convicción. Sus pacientes se adecúan a ella y en cierta forma se vuelven adictos al sistema empleado. Pero es justamente esa manera de curar, a puerta cerrada y en su propia casa, la que despierta la inquietud de su ingenua esposa, Catherine.

Sarah Ruhl plantea de esta forma una comedia que fue bien recibida en Broadway, durante la temporada 2009-10, nominada en varias categorías al premio Tony (incluyendo a la Mejor Obra) e incluso seleccionada para el premio Pulitzer. Lo que me parece un tanto exagerado.

Es cierto que Sarah Ruhl ha demostrado en esta y en otras creaciones suyas tener ingenio. Es una observadora aguda de la conducta humana, sobre todo en aquellas situaciones aparentemente cotidianas pero que encierran grandes dilemas. “En la otra habitación” consigue a través de la anécdota principal un contundente retrato de la sociedad estadounidense en plena Era Victoriana. En una época en la que no solamente el hombre se transformaba con nuevas disciplinas médicas, incluyendo el tratamiento del alma, sino cuando el mundo mismo vivía los grandes cambios que el mundo industrial trajo. La electricidad, por ejemplo, juega un papel muy importante en la vida de los Givings y de quienes lo rodean. Esto, sumado al novedoso método de curación del doctor, que supone el uso de un consolador en las zonas genitales, consigue un buen núcleo para el enfoque dramático.

Pero eso es todo. La obra tiene una estructura que más allá del ingenio de la anécdota principal no deja de sorprenderme por su planteamiento tan primario. Los personajes entran y salen en escena sin orden ni motivaciones aparentes. De pronto, el único pretexto que señala el libreto, es el olvido de alguna prenda de vestir. Es la única excusa para volver a los momentos de confusión. Y si la llegada de la luz eléctrica al hogar americano así como el ingenuo tratamiento de la histeria son perfectos para situarnos en la época en que se desarrolla la obra, otros elementos de la misma no tienen nada de rigurosos en su presentación. Por ejemplo, el hecho que una mujer casada salga de paseo al jardín con un hombre que acaba de conocer, es absolutamente inapropiado para una época regida por las más estrictas normas de comportamiento social. El papel de los negros como sirvientes tampoco es claro, como nos deja ver el personaje de Elizabeth. Es el ama de llaves de los Daldry o el ama de leche de los Givings? Es la modelo de un pintor o el ama de casa a quien su marido le impide trabajar? Tal vez es todo esto y hasta mucho más. Pero la obra no es clara al señalar la transición de una situación a otra y el resultado es que Elizabeth nunca aterriza del todo.

Sin duda el primer acto es mucho más logrado debido a que presenta, desarrolla y cierra muy bien el universo que plantea. Pero el segundo acto avanza confuso, sin contundencia, tratando de explorar en muchos otros temas y sin lograr convencernos de sus ideas iniciales. Lo que es peor, no nos lleva a una conclusión satisfactoria sobre el cuadro social que aborda. Al final simplemente nos lleva a una lección de amor para aquellas parejas de casados que han olvidado la pasión como la clave para el éxito de su unión.

En el teatro Larco

Este no es el primer encuentro del director David Carrillo con una obra de Sarah Ruhl. El año pasado pudimos ver “El celular de un hombre muerto”, una pieza teatral provocativa aunque plagada de problemas en su estructura.

En esta ocasión aborda con mucho más cuidado a la autora estadounidense, centrándose en la anécdota principal que propone la obra. Y ese es el mayor logro de su apuesta. Porque a medida que la misma obra se va debilitando, Carrillo poco puede hacer por rescatarla. Tal vez por ello el segundo acto es caótico, debido al desorden en los tiempos y a la poca convicción en el desarrollo emocional de las situaciones. Los cambios de humor son abruptos, sin esa sutileza que bien podría aplicarse en una obra de época. De pronto, los personajes y las acciones invaden la escena casi sin que el espectador pueda darse cuenta que ha pasado el tiempo y que los personajes han cambiado.

Gran parte de los aciertos, sobre todo en el primer acto, se debe al desempeño de algunos de los actores. Hay que señalar que la principal virtud de Carrillo, en esta oportunidad, ha sido la de capitalizar las características personales y condiciones profesionales de sus dos intérpretes principales: Leonardo Torres Vilar y Vanessa Saba. El primero asume la identidad del Dr. Givings con buena disposición. Siempre lo he dicho, es un buen actor aunque a veces demasiado consciente de sí mismo. Y el Dr. Givings es así. Controlado, hermético, excesivamente formal. De manera que la rigurosa interpretación de Torres Vilar cumple con todo ello sin convertir a su personaje en un ser deshumanizado o antipático. Al contrario, nos presenta a un médico que cree firmemente en sus procedimientos y que también es capaz de despertar emocionalmente en la última escena de la obra (aunque el texto es demasiado artificial).

Por su parte, Vanessa Saba también consigue aproximarse a Catherine Givings con buen pie. Es indiscreta, traviesa y muy femenina. Vive encerrada en un mundo de encaje y sin saberlo quiere romper con todo ello. Pero no es la Nora de Ibsen, de manera que opta por disfrutar del encierro y eso aligera su personalidad dramática, entrando de fondo en el terreno de la comedia de costumbres.

Norma Martínez y Grapa consiguen buenos resultados en sus interpretaciones, aunque no integradas del todo al tono de la dirección. Y es que por momentos me cuesta encontrar la marca de un director que esté en control del montaje más allá de un acercamiento amable, lo que arrastra al resto del reparto por el camino que marca un texto que pierde contundencia a medida que se va desarrollando.

“En la otra habitación” (In the Next Room or The Vibrator Play), de Sarah Ruhl. Dirigida por David Carrillo. Traducción de Gonzalo Rodríguez Risco. Producción general de David Carrillo y Giovanni Ciccia. Intérpretes: Vanessa Saba, Leonardo Torres Vilar, Norma Martínez, Grapa, Claudio Calmet, Malena Romero y Nicolás Fantinato. Asociación Cultural Plan 9. Teatro Larco, hasta el 12 de diciembre.

jueves, 10 de noviembre de 2011

COSECHA, de David Wright Crawford

Por Alberto Servat

Desde hace unos años Francisco Lombardi explora en nuevas formas expresivas. No solamente lo ha demostrado con sus últimas películas -bastante alejadas estilísticamente de los títulos que lo hicieron famoso- sino también en su incursión en el teatro.
En esta nueva faceta, como director teatral, ha abordado diferentes obras del teatro clásico y contemporáneo, desde Chéjov hasta David Auburn, con diversos resultados. El punto en común, en cualquier caso, ha sido un tono desencantado pero no desesperanzado, siempre en control de las emociones pero no por ello inexpresivo. Reflexivo, muchas veces. Las mismas características rigen en “Cosecha”, su sexta puesta en escena.

La sexta obra
“Cosecha”, escrita por David Wright Crawford, forma parte de la llamada High Plains Trilogy. Una trilogía dramática centrada en la vida rural de Texas. Un texto conmovedor e introspectivo sobre Rick Childress, un hombre del campo que no quiere otro destino que el ya trazado por sus ancestros. Un hombre cuyo mayor sueño es permanecer donde nació.
Este apego rige su vida y somos testigos de ello a través de tres momentos claves en su existencia: la ruptura con su primera esposa, el amor de su vida; la aparición de una nueva mujer en el horizonte; y la decisión final que debe tomar, vender sus tierras y pasar al retiro, o permanecer allí hasta el momento de su muerto.
Dramáticamente la obra ofrece un material muy rico porque son muchas las notas emotivas que el texto aborda. Rick, en su aparente sencillez, es tan complejo como cualquier ser humano. Y sus apegos así como sus decisiones no solamente afectan su vida, sino también la de quienes lo rodean. Un aspecto determinante para el impacto que nos ofrece la obra. Y que Wright Crawford presenta con gran acierto en solo tres escenas, tan bien calculadas y dispuestas, que son suficientes para resumir toda una vida. Más que eso, para presentarnos toda una vida.
En estos tres momentos, el autor (bien entenido por Lombardi) ofrece un cuadro muy acabado sobre los aspectos más íntimos de su protagonista. Su relación con las mujeres, por ejemplo. Su tremenda agonía cuando su esposa decide abandonarlo; la invasión física y emocional en la segunda escena al ser abordado por una extraordinaria mujer que es, en realidad, su alma gemela; y, finalmente, su reencuentro con el amor de su vida, ya en la vejez y en el momento determinante del último capítulo de su vida.
A esto debemos sumar las tremendas emociones que la tierra en sí misma provoca en Rick. Su arraigo no es un capricho. Él se siente parte de sus cultivos, de los cambios climáticos, de las herramientas que lo ayudan en su trabajo diario. La literatura americana ha dejado testimonio de esta manera de ser y de pensar desde el siglo XIX y ese pensamiento ha sido reforzado por obras de teatro y películas posteriores. El mundo agrario y la vida rural, ya sea como una celebración o como un pequeño infierno, forma parte ya de un género en sí mismo. Hemigway, Faulkner, Steinbeck, incluso Margaret Mitchell, en la novela. Y, claro, O'Neill y Williams, en el drama, han creado obras inolvidables al respecto. “Cosecha” pertenece a este extraordinario capítulo del arte estadounidense y somos afortunados al descubrirla en este sencillo montaje a cargo de Lombardi.

Los retos del escenario
De entrada Lombardi pone al descubierto cual es su apuesta al abordar el mundo de Rick en “Cosecha”. Un escenario único, contados movimientos escénicos y un tono concentrado que casi no se altera, salvo en momentos de explosión justificados. Hay quienes reprochan la falta de movimiento. Error. La expresión dramática, verdaderamente emocional, no necesita de los actores continuamente caminando, tomando bebidas o fumando, para rellenar la acción. La inmovilidad, incluso la extrema y este no es el caso, también es una apuesta teatral.
El escenario elegido es perfecto. Me imagino que está descrito en la obra impresa. Pero la elección de las tablas, en este caso, propone un acertado espacio donde se desarrollará el drama: el porche (y no “terraza” como dice la traducción).
El porche es, y ha sido, un escenario tradicional en la dramaturgia americana y que hemos visto cientos de veces en westerns y dramas rurales. Para la gente de campo es el escenario que les permite estar en su casa y permanecer al aire libre. Una zona fronteriza que atraviezan para entrar y salir, invadir o fugar. Es también el espacio de recreo en primavera y verano, y el perfecto espacio para atender a las visitas. Y, así sucede en la obra, Rick vivirá estos tres momentos determinantes en su porche.
Me habría gustado una iluminación más dramática, que enfatizara mejor el cambio de hora, al compás de las emociones de los personajes. Pero la infraestructura de una sala como la de la Alianza Francesa al parecer no ofrece muchos recursos. No quiero referirme a la imaginación o capacidad del encargado de la iluminación, porque esto es entrar el terreno de las especulaciones. Lo que no sucede con el vestuario, que poco ayuda a Lombardi en su puesta en escena. La modestia del montaje y la naturaleza de la obra no justifican una elección tan anodina y primaria, que por momentos nos hace pensar que estamos presenciando un ensayo. No hay justificación para un descuido tal.

Un personaje con tres rostros
Para interpretar a Rick, Lombardi ha llamado a tres actores de diversas edades. En progresión cronológica son Diego Lombardi, Javier Echevarría y Gustavo Bueno los encargados de pintar de cuerpo entero a tan complejo personaje. Me temo que el resultado no es lo parejo que debería ser. Principalmente por la incapacidad de los dos primeros en abordar de manera satisfactoria al personaje. Diego Lombardi no logra introducirse más allá de la epidermis de Rick y su trabajo consiste en una serie de expresiones faciales innecesarias. No basta fruncir el ceño para expresar un malestar de algún tipo. Es necesario un control mayor sobre todo el cuerpo, incluyendo las inflexiones de voz, que siempre son una señal de alerta a lo que sucede dentro de un ser humano. Cuando lo vemos mirar el horizonte sabemos que su vista llega solo hasta el final de la sala donde se representa la obra. Un actor debe transmitir una verdad más allá de los articios que el escenario ofrezca. Y allí falla también un mecánico Javier Echevarría, que repite sus diálogos sin importar la emoción, el tiempo o la respuesta de su compañera. Sin contundencia ni aplomo, Echevarría confiere a Rick una dimensión poco elaborada y si en este momento debería ser un decepcionado hombre de gran carácter y poca paciencia, no lo parece. Es más, me da la impresión que desconcentra a Denise Arregui, cuyos intentos por componer un personaje encuentran un obstáculo en su interlocutor. Arregui se estrella contra una pared y solo a fuerza de personalidad escénica nos convence en su personaje.
Felizmente Rick adquiere vida en la tercera escena con un Gustavo Bueno que le da coherencia al personaje. Ahí tenemos a un actor capaz de persuadirnos de que sus recuerdos en escena son reales. Cuya mirada nos conduce hacia un horizonte real y, lo mejor de todo, capaz de darle la réplica oportuna a las actrices con quienes comparte la escena. Sobre todo a una Ana María Jordán que, en su breve participación, se pone en la piel de su personaje. Juntos componen un momento de gran honestidad y ternura.
“Cosecha” es una obra de gran belleza. Lombardi la pone en escena con seguridad y controlada emoción, lo que enfatiza el drama que narra. Nada, ni los desaciertos señalados, rompen esa atmósfera creada y sobre la que se sostiene la obra. Un buen trabajo.

Cosecha (Harvest), de David Wright Crawford. Dirigida por Francisco J. Lombardi. Interpretada por Gustavo Bueno, Ana María Jordán, Javier Echevarría, Denise Arregui, Diego Lombardi, Karina Jordán y Natalia Cárdenas. Teatro de la Alianza Francesa de Miraflores. De jueves a lunes a las 8 de la noche. Hasta el 12 de diciembre.
Entradas a la venta en teleticket de wong y metro y en la boletería del teatro.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La fiesta de cumpleaños, de Harold Pinter

Por Alberto Servat

Sucede con el teatro de Harold Pinter que una cosa es lo que vemos y otra lo que sucede sobre la escena. En primera instancia hay un grupo de personajes, hay también una trama y un desarrollo dramático. Pero esos elementos, comunes en cualquier obra de teatro, son en realidad destellos de un universo bastante más complejo e imposible de resumir con unas cuantas líneas argumentales. Tal vez por eso, las obras de Pinter fueron etiquetadas dentro del llamado “teatro del absurdo” desde sus primeras representaciones.


Una anticelebración

La controversia que siempre suscita una representaciónde “La fiesta de cumpleaños” no es reciente. Al contrario, comenzó en la noche de su estreno en el lejano 1958. Tras el desconcierto de los espectadores y la reacción de la prensa, la obra estuvo a punto de terminar con la carrera de dramaturgo de Pinter. Felizmente intervino en su ayuda el crítico Harold Bobson, cuya reseña aunque no garantizó la permanencia de la obra en la cartelera le dio el respaldo necesario para despertar el interés de espectadores más exigentes. Desde entonces, “La fiesta de cumpleaños” se ha representado alrededor del mundo en muchas oportunidades e incluso llegó al cine en 1968, bajo la dirección de William Friedkin.

En “La fiesta de cumpleaños” un pianista autodestructivo vive en una casa de pensión cerca al mar. Pasa sus días junto a sus caseros, a quienes difícilmente soporta, y a los que insulta constantemente. Esta es su vida cotidiana hasta que un buen día dos extraños aparecen.

Aquí llega el punto de quiebre. En la aparición de este elemento perturbador dentro de una rutina corrosiva e insalubre. Estos dos hombres, más sospechosos que misteriosos, amenazantes y sin duda peligrosos, se encargan de proponer la celebración del título, festejar el cumpleaños del pianista, desencadenando de esa manera a los demonios de la obra. Aquí comienzan los enfrentamientos frontales y la palabra, que ya era fuerte desde un incio, sube hacia un tono violento.

Lo fascinante en todo esto es la poca o nula información que Pinter nos ofrece sobre los personajes o sus historias previas a la obra. Al espectador corresponde la tarea de ir armando el esqueleto de la obra y de cada personaje, tomando elementos de aquí y de allá, de frases o palabras sueltas, e incluso de su propia imaginación. No hay una verdad absoluta en el teatro de Pinter y eso lo convierte justamente en un material único en sus posibilidades.

No es una buena idea acercarse a la obra a partir de la película de William Friedkin, aunque constituye un valioso elemento para un estudioso de Pinter y de su obra. No lo es porque como toda (o casi toda) película, abunda en explicaciones e incluso en detalles, como el escenario geográfico donde sucede la acción. Pero la película tiene un gran acierto: Robert Shaw en el papel estelar. A Shaw, que lo conocemos como hombre de acción principalmente, lo vemos sumergido en un personaje abrumado por su propia mediocridad o por lo que cree que es su mediocridad. Su fracaso está latente y basta contemplarlo en breves instantes para saber que sus sentimientos no son superficiales y que la violencia que descarga contra sus caseros no es más que el intento por exorcisarse a sí mismo.

La fiesta en la Plaza

La puesta en escena de Chela de Ferrari en el teatro La Plaza iSil de Larcomar es inquietante en la medida que la obra necesita serlo. De entrada, el cuidado escenario ya nos propone una realidad a punto de estallar en mil pedazos. Pero si el escenario despierta suspicacias, las emociones resultan más perturbadora en la medida que van apareciendo los personajes. De pronto, una situación cotidiana, como es desayunar, se convierte en un juego de amenazas y trampas emocionales. Son Alfonso Santisteban, en su correcta participación, y principalmente Ana Cecilia Natteri, quienes nos conducen hacia ese callejón sin salida que es la rutina y que parece despedazar las pocas esperanzas que el personaje de Paul Vega tiene en la vida.

Quiero detenerme en el trabajo de Ana Cecilia Natteri. Una sólida actriz que en esta oportunidad recurre a toda su experiencia previa y a su instinto como actriz y mujer para crear una Meg única. No dudo en señalar que probablemente sea este el mejor trabajo de Natteri porque a riesgo de convertirse en una caricatura, logra ser convincente en su ridiculez. No solo eso, sino que se acerca a la humanidad de su personaje (cosa que sería impensable en un intérprete cualquiera) tocando fibras desconcertantes. De esta manera, Natteri nos conmueve con su entrega y nos entusiasma con su energía.

La Meg de Ana Cecilia Natteri es sin duda el completemento ideal para el Stanley de Paul Vega, quien encuentra un nuevo papel a su medida. En perfecta complicidad con la directora, Vega compone un Stanley preciso en cada movimiento. Es duro en su trato a Meg, pero en cada uno de esos gestos de desprecio o frases de extrema brutalidad, revela a una persona sensible, ahogada en su propio fracaso y casi sin esperanza. Siempre lo he dicho, Paul Vega es de esos actores que expresa mucho más al permanecer en silencio, manteniendo el rostros sin expresión. Pero en esta ocasión el equilibrio entre esa cualidad y la explosión de cólera es casi perfecta. Y, claro, luego serán otras emociones como el miedo y también la casi aparición del amor, las que afirmen su compleja caracterización.

Donde no encuentro el tono adecuado es en la aparición y el desarrollo de los personajes de Goldberg y McCann, a cargo de Mario Velasquez y Rómulo Asereto, dos actores habitualmente correctos. No es que se trate de una mala interpretación por parte de ambos, es un asunto más bien de dirección. Si bien es cierto que De Ferrari siempre apuesta por un tono neutral en sus puestas en escena, dejando que la emoción explote por sí misma, en esta oportunidad esa apuesta debilita la presencia de dos personajes que deberían inspirar miedo con su aparición. Un miedo psicológico y abrumador, capaz de provocar una sensación de incomodidad física en los espectadores. No sucede así. Lo que no resta méritos a un montaje muy logrado pero que se habría beneficiado más acentuando esa maldad que queda simplemente subrayada. Al final, solamente los percibimos como un par de delincuentes de poca monta y no precisamente como el mal en sí mismo.

“La fiesta de cumpleaños” es una de las puestas en escena más satisfactorias del año. Una apuesta difícil que debemos agradecer a su principal gestora, Chela de Ferrari.

La fiesta de cumpleaños (The Birthday Party), de Harold Pinter. Dirigida por Chela de Ferrari. Con Paul Vega, Ana Cecilia Natteri, Mario Velásquez, Rómulo Asseretto, Alfonso Santisteban y Gisela Ponce de León. Teatro La Plaza iSil de Larcomar.